Nos reunimos en este sexto domingo de Pascua para dar gracias a Dios por el don de la Patria. Lo hacemos en un contexto muy especial, en que estamos celebrando los 10 años de la publicación de la encíclica Laudato Si del Papa Francisco, acerca del cuidado de la Casa común. Nuestra patria es esa casa común que habitamos, a la que pertenecemos y a la que queremos cuidar, para dejarla mejor de como la hemos recibido.
En su magisterio, Francisco nos ayuda a tomar conciencia de lo que le está pasando a nuestra Casa: contaminación, cultura del descarte, cambio climático y calentamiento global, pobreza, migración a causa de desastres ecológicos, el agotamiento de los recursos naturales (agua, energía, desforestación), la pérdida de biodiversidad, consumismo compulsivo, deterioro de la calidad de la vida humana, degradación social, inequidad que hiere especialmente a los descartados del sistema. Dice el Papa: “A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones. La atenuación de los efectos del actual desequilibrio depende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias” (LS 161). Las recientes inundaciones en Zárate, Campana y tantos otros lugares, como así también en Bahía Blanca, dan fe de que el cambio climático, no es un “verso” sino algo real, serio y evidente.
El Sumo Pontífice afirma hasta el hartazgo a lo largo de toda la encíclica que todo está conectado, que nos pertenecemos los unos a los otros, de que no somos dioses, sino criaturas, parte de una creación, de una tierra que nos precede, que la habitamos como casa acogedora, con espacio y recursos para todos, no para acaparar sino para compartir, de acuerdo al destino universal de los bienes, con el cual fueron creadas todas las cosas. “Necesitamos -dice el Papa-, fortalecer la conciencia de que somos una sola familia humana. No hay fronteras ni barreras políticas o sociales que nos permitan aislarnos, y por eso mismo tampoco hay espacio para la globalización de la indiferencia” (LS 52). Por tanto, dice Francisco, un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que nos obliga a escuchar tanto el clamor de la tierra, como el clamor de los pobres (LS 49). Un gemido que nos reclama comenzar a transitar otro rumbo, antes de que sea demasiado tarde. Cada uno está llamado a responder de manera generosa, responsable y creativa, de acuerdo a nuestro compromiso como ciudadanos, dirigentes, en lo pequeño de cada día y en legislaciones claras que limiten la avidez de unos pocos que avasallan el derecho de los más pequeños.
Francisco nos anima a trabajar a largo plazo: “El drama del inmediatismo político, -continúa diciendo- sostenido también por poblaciones consumistas, provoca la necesidad de producir crecimiento a corto plazo. Respondiendo a intereses electorales, los gobiernos no se exponen fácilmente a irritar a la población con medidas que puedan afectar al nivel de consumo o poner en riesgo inversiones extranjeras. La miopía de la construcción de poder detiene la integración de la agenda ambiental con mirada amplia en la agenda pública de los gobiernos. Se olvida así que el tiempo es superior al espacio, que siempre somos más fecundos cuando nos preocupamos por generar procesos más que por dominar espacios de poder. La grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en un proyecto de nación” (LS 178).
Pensando ahora en nuestra querida Chascomús y en sus habitantes, y en tantas localidades de nuestra extensa diócesis, qué bien nos vienen estas palabras del Papa: “Hace falta cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos urbanos que acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de arraigo, nuestro sentimiento de «estar en casa» dentro de la ciudad que nos contiene y nos une. Es importante que las diferentes partes de una ciudad estén bien integradas y que los habitantes puedan tener una visión de conjunto, en lugar de encerrarse en un barrio privándose de vivir la ciudad entera como un espacio propio compartido con los demás. Toda intervención en el paisaje urbano o rural debería considerar cómo los distintos elementos del lugar conforman un todo que es percibido por los habitantes como un cuadro coherente con su riqueza de significados. Así los otros dejan de ser extraños, y se los puede sentir como parte de un «nosotros» que construimos juntos. Por esta misma razón, tanto en el ambiente urbano como en el rural, conviene preservar algunos lugares donde se eviten intervenciones humanas que los modifiquen constantemente” (LS 151). De ahí, lo imperioso de velar por espacios verdes, comunitarios, amplios para el encuentro, la recreación, sobre todo de los más pobres, a quienes no les falten viviendas dignas, con todos los servicios de agua, gas y cloaca. Es necesario velar también por la contaminación acústica y visual, donde no nos acostumbremos al aturdimiento de los “caños de escape libres”, de la “música a todo volumen”, de la omnipresencia de carteles, publicidades, de los residuos amontonados en las esquinas, como parte ya del paisaje urbano, de la creciente contaminación de la laguna y de su consecuente pérdida de biodiversidad. No nos resignemos a perder el sentido de lo bello, de la cultura del cuidado, de sentirnos orgullosos de nuestro espacio vital, de nuestra casa que nos da un sentido de pertenencia, de arraigo, en definitiva, un sentido de familia. Son estos valores ecológicos los que hacen que muchos nos elijan para venir a descansar, a hacer deporte, a encontrar silencio y paz, en armonía con la naturaleza, en medio de tanto ruido y aturdimiento de las grandes ciudades. No podemos dejar de custodiar este preciado tesoro que Dios nos ha confiado.
Dice el Papa: “Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (LS 202). Y nos propone una serie de actitudes espirituales:
- Apostar por otro estilo de vida: adoptando nuevos hábitos, tomando conciencia de que no necesitamos muchas cosas para vivir, refrenando nuestros deseos y necesidades, que nos impulsan a consumir compulsivamente, sabiendo que lo material no llega a satisfacer plenamente nuestra sed de infinito que anida en nuestro corazón. Se trata de crear una ciudadanía ecológica que nos lleva a una transformación personal, como dice Francisco: “Acciones como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias. Todo esto es parte de una generosa y digna creatividad, que muestra lo mejor del ser humano. El hecho de reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente, a partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de amor que exprese nuestra propia dignidad… No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente” (LS 211-212).
- Conversión ecológica: dice muy bellamente el Papa: “Esta conversión supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura. En primer lugar implica gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca. También implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo” (LS 220).
- El valor de lo pequeño: en esta ecología integral, el Papa nos propone tres actitudes básicas: la simplicidad, la humildad y la sobriedad. Dice en la encíclica: “La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres… En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida… La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal” (LS 222-224).
- Capacidad de estar presentes con serena atención: esta actitud contemplativa frente a la vida nos hace refrenar nuestra voracidad que pretende dominar, avasallar, para dejarnos enriquecer por todo lo que nos rodea, deteniéndonos en actitud receptiva y orante, para saber descansar sanamente, en familia, sabiendo poner a tiempo un freno a la tecnología para tomar un mayor contacto con nuestra Madre Tierra. De este modo podremos “superar –según el decir de Francisco- nuestra ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados” (LS 226). Para ello, el Papa nos propone retomar la tradicional práctica de la bendición y de la acción de gracias antes y después de las comidas, como una oportunidad para detenernos a valorar nuestra dependencia de Dios, fortaleciendo nuestro sentido de gratitud y reforzando nuestra solidaridad con los más necesitados.
Oración por nuestra tierra
Dios omnipotente,
que estás presente en todo el universo
y en la más pequeña de tus criaturas,
Tú, que rodeas con tu ternura todo lo que existe, derrama en nosotros la fuerza de tu amor
para que cuidemos la vida y la belleza.
Inúndanos de paz, para que vivamos como hermanos y hermanas sin dañar a nadie.
Dios de los pobres, ayúdanos a rescatar
a los abandonados y olvidados de esta tierra que tanto valen a tus ojos.
Sana nuestras vidas,
para que seamos protectores del mundo y no depredadores,
para que sembremos hermosura y no contaminación y destrucción.
Toca los corazones de los que buscan sólo beneficios a costa de los pobres y de la tierra.
Enséñanos a descubrir el valor de cada cosa, a contemplar admirados, a reconocer que estamos profundamente unidos con todas las criaturas en nuestro camino hacia tu luz infinita.
Gracias porque estás con nosotros todos los días.
Aliéntanos, por favor, en nuestra lucha por la justicia, el amor y la paz. Amén
Pidamos al Señor que todos podamos asumir esta vocación de ser protectores de la obra de Dios no como algo opcional, ni secundario, sino como algo esencial de nuestra experiencia cristiana (cfr LS 217), y de este modo, construyamos una Patria más justa, más solidaria, con lugar para todos, bella, inclusiva y fraterna, como soñaron nuestros próceres en aquel mayo de 1810. Se lo pedimos con la oración con la que Francisco concluye su encíclica:
P. Juan Ignacio Liébana
Obispo de Chascomús
Equipo de Prensa